de Los poetas de la plaza Brasil

Pelayo Opazo Opazo (Valparaíso, 1981)

Por Mauricio Embry

Caravana

El perfil que leerán a continuación es producto de diversas entrevistas llevadas a cabo por el periodista Julio Rivadavia entre junio y agosto de 2011. Originalmente, estaba destinado a aparecer en un reconocido periódico chileno –cuyo nombre preferimos mantener en el anonimato–. Sin embargo, el editor de turno decidió no publicarlo por tratarse, según él, del perfil de un poeta “irrelevante para la historia de la literatura”. Gracias a Caravana y a su incesante búsqueda de escritores fuera del canon, hemos desempolvado este texto que había permanecido inédito hasta hoy.

Al entrar a la facultad, lo primero que veo es una enorme estatua de la Virgen del Carmen rodeada de estudiantes. Seguramente le rezan, esperanzados, rogándole su ayuda para aprobar el próximo examen.

Tomando en cuenta la fama vanguardista de los poetas de la Plaza Brasil, resulta extraño que la primera cita con uno de sus integrantes sea en el reducto más conservador del país: la Facultad de Derecho de la Universidad Católica. Pero mi entrevistado, a quien aún no conozco en persona, trabaja ahí como asesor de Tecnologías e Información, cargo mejor conocido como “el tío de la fotocopia”, un apodo al que, según me contará después, no logra acostumbrarse, considerando que no es tan viejo (apenas acaba de cumplir treinta años) y ni siquiera tiene sobrinos.

Afuera se escuchan los gritos de las marchas estudiantiles; miles de jóvenes exigen educación gratuita y de calidad. En esta facultad, sin embargo, parecen abstraerse de lo que pasa en el exterior y los futuros abogados se dedican a conversar temas tan sesudos como ajenos a la realidad nacional: la demanda inelástica, las causales de nulidad del matrimonio en el derecho canónico o las cinco vías para demostrar la existencia de Dios.

Le pregunto a una estudiante por Pelayo y, sin siquiera mirarme, me dice que no tiene idea de quién se trata y que lo mejor es que consulte en Asuntos Estudiantiles. Le pregunto a otro chico con cara de alemán, que niega con la cabeza, aunque me explica que, si le doy el apellido, puede ser más fácil. Le respondo que el apellido es Opazo y me dice que solo conoce a uno de apellido Vial, de los Vial de Chillán. “¿Opazo de dónde sería?”.

Al final, me ayuda un gordo de lentes; no reconoce el nombre de Pelayo, pero cuando le digo que trabaja en la fotocopia, me responde: “¡Ah!, el tío de la fotocopia. No sabía que se llamaba así”. Luego me da las instrucciones para llegar a su lugar de trabajo. Para mi mala suerte, acaba de salir a almorzar. En su lugar, hay una señora llamada Susy, que me sonríe mientras reparte fotocopias de unos apuntes de Derecho Romano entre los alumnos a doscientos pesos cada una. Me cae bien de inmediato; a pesar de mis casi cuarenta años, me trata de “lolo”: “No se preocupe, lolo”, me dice sonriendo y guiñándome un ojo, “yo le doy el mensaje al Pelayo”. Le sonrío de vuelta y me siento en una banca a esperar a ver si aparece mi entrevistado.

Me cuesta creer que nadie sepa el nombre de la persona que trabaja en la fotocopiadora, a pesar de que debe llevar al menos dos años trabajando ahí. Empiezo a elaborar una serie de pensamientos críticos sobre el clasismo de este país cuando una voz declamando un poema me saca de mis cavilaciones. Es ronca, aunque en ocasiones hace algunas inflexiones algo agudas, sobre todo cuando pronuncia la letra “i”, similar al Topo Gigio. El dueño de la voz tiene un cuerpo de galgo corredor como don Quijote, una nariz de águila y un corte de pelo tipo príncipe valiente. El poema lo recita sentado en una banca del patio, dirigiéndose a una caja de cartón entreabierta que, por más que intento ver su contenido, no lo consigo.

No soy experto en poesía, pero reconozco en el poema una cierta cadencia y ritmo que me gustan, aunque las palabras que dice no las puedo entender. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que sean un poema. También podría tratarse de un ritual budista, hinduista o islámico. El joven dice estas palabras con los párpados entrecerrados, como si estuviera cayendo en trance. Por las extrañas palabras que usa, asumo que es extranjero. Quizás algún estudiante de intercambio. Por eso, cuando termina su declamación, lo saludó diciendo: “Hi, man, ¿how are you?”. El joven abre los ojos, saca un cigarro y, en lugar de responder, me pregunta en perfecto chileno: “¿Tenís fuego?”

Pienso que es posible que se trate de Pelayo, el famoso tío de la fotocopia. Le pregunto si es él y asiente estirando el cigarro de forma insistente hacia mí, así que busco en los bolsillos, saco un encendedor y se lo prendo.

—¿Un poema? —le pregunto para iniciar la conversación

Pelayo expulsa el humo por la nariz en dirección a la caja. No deja de mirar su contenido.

—A lo mejor.

—¿No lo sabes?

—Es que uno nunca está seguro.

—¿En qué idioma estabas recitándolo?

Pelayo sonríe. Como el chico no parece ser muy comunicativo, estoy a punto de desistir de la entrevista y buscar otro tema para mis perfiles.

—¿Qué te da risa?

—Que no es un idioma real.

—¿Cómo así?

—Esas palabras no significan nada en sí mismas. Fueron creadas para este poema y nada más.

—¿Como el final de Altazor, de Huidobro? —le digo para parecer instruido.

—Algo así, aunque mientras Altazor es una especie de espumante, mi texto es más como un melón con vino

—¿Y de qué se trata?

Una brisa helada recorre mi espalda. Saco un polerón de mi mochila y me lo pongo.

—De esto —dice Pelayo y abre la caja.

Un olor a carne putrefacta se esparce por el patio de la facultad. Cuando me repongo del olor, veo que en la caja están los restos de una paloma muerta. No tiene cabeza, varias plumas se encuentran esparcidas a su alrededor y unos gusanos le devoran el vientre creando una especie de substancia amarillenta de la que salen algunas burbujas.

—¿Qué harás con eso?

—Poesía.

Sentados en El Mastique, un bar ubicado en Portugal con la Alameda, le explico a Pelayo que soy periodista y estoy investigando acerca de los poetas de la Plaza Brasil. “Quiero publicar perfiles de cada uno de ustedes para el diario en el que trabajo”. Pelayo accede sin mayores complicaciones, aunque me pregunta por qué parto por su perfil en lugar de hacerlo con el fundador del movimiento, el Taza, o la Tía Gali, a quien califica como la mejor poeta viva del país. Le digo que el Taza está muerto y eso hace más difícil escribir su perfil primero y que la Tía Gali me parece menos accesible, sobre todo por su carácter. Dicen que el último en entrevistarla terminó con varios dientes menos. Además, le confieso mi esperanza de que él me presente a los demás poetas. Se encoge de hombros y me dice: “Supongo que puedo hacerlo. Claro, a cambio de alguna retribución”. Me mira los bolsillos. Tardo unos segundos en captar la indirecta y le paso veinte mil pesos, además de comprometerme a invitarle todo lo que pida durante nuestra entrevista. Llama al mozo y pide otro pitcher para él solo y una chorrillana.

Pelayo nació en Valparaíso, en el Cerro Barón. Su padre, un artesano oriundo de Horcón, jamás lo reconoció ni pagó pensión de alimentos por su hijo. La madre, Hortensia Opazo, era dueña de La loica pobre, un restorán en el Cerro Alegre que tuvo bastante fama durante los años ochenta y le daba lo suficiente para mantener a Pelayo y a su otro hijo, Ramiro, fruto de una relación con un pescador del Quisco que tampoco llegó a buen puerto.

Todo cambió cuando la señora Hortensia se vinculó con Hans Roth, un gringo que fue a hacer negocios a Valparaíso. El tipo quedó encantado con el chupe de locos de la señora Hortensia, pero quedó más encantado aún con la propia señora Hortensia, con quien se casó a los pocos meses. Fue una época de bonanza para la familia, ya que el gringo invertía fuertes sumas de dinero en el restorán. La buena racha duró hasta que se supo que el gringo usaba La loica pobre para lavar dinero de su negocio de venta de armas a Irán. La CIA y la PDI empezaron a investigarlo y el tipo se arrancó al medio oriente con todas las ganancias del lugar, dejando a la señora Hortensia en la ruina. Sin saber qué hacer y perseguida por la policía, la señora Hortensia dejó a Pelayo al cuidado de su abuela y se escapó con Ramiro (que en esa época solo tenía siete años) fuera del país, al parecer a Argentina, aunque Pelayo no está seguro; por seguridad, nunca volvió a contactarse. “Mi única familia desde los doce años es la Gloria, mi lela, una vieja más jodida que la cresta, pero con la que al menos se puede hablar de literatura. Es una comunista de la vieja guardia, aunque bien catolicona para sus cosas. De esas que creen en la teología de la liberación y leen poemas de Ernesto Cardenal”.

Gracias a su trabajo en la fotocopiadora, Pelayo se topó un día con unos apuntes de la Suma teológica en las que se hablaba de las cinco vías de Tomás de Aquino para comprobar la existencia de Dios. Una de ellas le quedó grabada: “Consta por el testimonio de los sentidos que las cosas tienen causas, por lo que todo lo que existe es porque antes algo lo causó, pero no se puede ir hasta el infinito en la cadena de cosas que tienen causas y a la vez son causadas, por lo que necesariamente debe haber una causa incausada, la cual llamamos Dios”. Al leer esto, Pelayo recordó que, cuando tenía dieciocho años, quería estudiar literatura, pero no pudo, porque estaba en un colegio pobre de nombre inglés y tenía un mal profesor de Lenguaje que habría querido ser abogado, pero no pudo, porque también había estudiado en un colegio pobre de nombre inglés y tenía un mal profesor de matemáticas que habría querido ser ingeniero, pero no pudo, porque estudió en un colegio pobre de nombre inglés y tenía un mal profesor de Biología, que quería ser médico, pero no pudo. Así, inspirado en Tomás de Aquino, Pelayo escribió un breve texto donde explicaba que no era posible extender hasta el infinito la cadena de alumnos y profesores frustrados por haber estudiado en colegios pobres de nombre inglés, por lo que debía existir una causa primera. Y esa causa primera era la que algunos llamaban “lucro en la educación”, pero a la que Pelayo prefería denominar simplemente como “el conchesumadrismo galopante del país”. El ensayo se llamaba Vía única para demostrar la inexistencia del Estado en la educación y fue el primer texto que publicó en El Moscardón Maltés, el fanzine de los poetas de la Plaza Brasil.

Como tampoco tenía dinero para un preuniversitario, Pelayo decidió salirse del colegio cuando le faltaban apenas dos meses para terminar cuarto medio y pasó el resto del año entrando a escondidas al Cine Arte Alameda a ver películas de Ingmar Bergman. Era una locura. Pero él quería seguir el ejemplo de Roberto Bolaño, quien también dejó el colegio y se dedicaba a ver películas en el cine Bucareli de Ciudad de México. Por eso, todas las mañanas se recitaba a sí mismo los primeros versos del poema de Bolaño, Los perros románticos: “En aquel tiempo yo tenía veinte años / y estaba loco/ Había perdido un país/ pero había ganado un sueño/ Y si tenía ese sueño/ lo demás no importaba”. Luego, se fumaba alguna colilla de cigarro que encontraba en algún basurero y se saltaba a los últimos versos: “Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen / Estoy aquí, dije, con los perros románticos / y aquí me voy a quedar”.

En cuanto a su obra, Pelayo reconoce que, en realidad, es un narrador nato y, como tal, un pésimo poeta. “O, bueno, al menos eso es lo que piensa la Tía Gali y si lo dice ella, debe ser cierto”, me dice arqueando las cejas. Pese a ello, insiste en escribir poesía, aunque reconoce que cada uno de sus malos poemas podría ser un cuento más que decente. “Sin duda es culpa de Bukowski y de las teleseries que vi de cabro chico con la Gloria”. Dice que el haber leído tanto al viejo Hank lo lleva a confundir las anécdotas sucias con literatura y, a raíz de las teleseries, suele incorporar en los poemas frases cursis que tiene arraigadas en el inconsciente.

Su gran maestra es la Tía Gali, a quien conoció mientras estaba sentado en la Plaza Brasil leyendo Amuleto, de Bolaño. “Me recordó a la Gloria: igual de sabia y terca. Lo primero que me dijo es que dejara de leer a ese escritorzuelo que estaba tan de moda en el último tiempo. De lo contrario, me transformaría en uno de esos tantos bolañitos que intentaban imitar al escritor chileno que a su vez imitaba –y muy mal, por cierto, recalcó– a Borges, por lo que solo sería la copia de la copia de la copia. Obviamente, la Tía Gali ni siquiera había leído a Bolaño, pero cuando le dije eso, me replicó: ‘No necesito leerlo, sé que es malo si escribió después de 1900’.”

La Tía Gali no tardó en presentarle al Taza, el fundador del movimiento, a quien le faltaba una oreja. Los ojos de Pelayo brillan cuando habla de él. Lo describe como un poeta libre, a quien la crítica y los comentarios lo tenían sin cuidado. “Él tenía su visión clara de lo que era la poesía y llevaba su vida en coherencia con eso. Además de poeta, era narco. Para el Taza, el crimen no era más que un acto poético”. También le presentó a Caifás, a quien Pelayo define como “un poeta sentimental”. “A pesar de que vemos la literatura de formas muy distintas, ha sido uno de mis grandes apoyos en el movimiento”. Del Chibolo, un poeta peruano algo más joven que él, habla poco, pero reconoce que es su némesis. “Solo puede haber un poeta joven en el movimiento y ese poeta soy yo”.

En mitad de la entrevista, Pelayo toma una papa frita de la chorrillana, le ata una servilleta como si fuera la capa de un súper héroe y, como si yo no estuviera ahí, la mueve durante un rato en el aire declamando un poema que describe las aventuras de Potato-Man. Luego, la hace caer desde lo alto sobre un plato relleno de kétchup, que salpica mis jeans. Está unos segundos en silencio y, lentamente, continúa con los últimos versos del poema que acaba de inventar, contando, casi al borde de las lágrimas, el fin de las aventuras súper heroicas de su personaje, cuya muerte no se debe a la aparición de algún villano tipo Doomsday, como le pasó a Superman, ni por acercase mucho al sol, como ocurrió con Ícaro, sino al hecho de que, de pronto, en lo más alto del vuelo, Potato-Man se acuerda de que no sabe volar y de que es, y siempre ha sido, nada más que una papa frita nacida en un bar de mala muerte.

“Este poema lo publicaré en El Moscardón Maltés y lo llamaré El ocaso de los tubérculos”. En ese mismo fanzine, publicó también su único poemario completo llamado Oda a los utensilios de limpieza (2008), basado en su trabajo como auxiliar de aseo en una fábrica. Su último texto es el poema experimental sobre la paloma muerta, una obra que, según me dice, va a mostrarles en media hora más a la Tía Gali y a Caifás. Es una buena oportunidad para conocerlos, así que, a pesar del poco entusiasmo de Pelayo, que parece no agradarle demasiado mi compañía, pido la cuenta y nos vamos en dirección a la Plaza Brasil.

Mientras recita el poema, las mejillas de Pelayo se inflan hasta parecer tan cachetón como un ratón de caricatura. A su lado están la Tía Gali y Caifás. Examino cómo se van dilatando sus venas de la frente con cada verso que declama; se puede apreciar su nerviosismo. Una vez que termina, baja la cabeza ante la Tía Gali como si estuvieran a punto de nombrarlo caballero de la mesa redonda. Ella arruga la frente y dice:

—Una mierda. Una puta mierda poh, cabro, que querís que te diga. Te merecí un buen par de coscorrones y varios tirones de orejas.

Los cachetes ratoniles de Pelayo se contraen hasta llegar a su estado flácido original, y puedo apreciar que los ojos se le ven enrojecidos y más brillantes de que de costumbre.

—¿Qué tiene de malo? Es como el final de Altazor, ¿no? —digo rascándome la cabeza.

La Tía Gali me mira de pies a cabeza, pero no responde. Como si fuese demasiado poca cosa como para dirigirme la palabra. Lamento haber dicho eso. Tal vez ahora se niegue a que la entreviste.

—Creo que tiene razón la iñora, cabro —dice Caifás—. Usaste una palomita muerta de inspiración, pobre animalito.

Pelayo frunce el ceño y aprieta los puños.

—A mí esas mierdas morales me importan muy poco, viejo llorón —le dice la Tía Gali a Caifás sin mirarlo—. La moral está buena pa’ los curas o pa’ los líderes actuales del PC, que, en definitiva, vienen siendo lo mismo. Lo que me molesta es que esa mierda que acaba de recitar el Pelayo no tiene alma. Está muerta, muerta, muerta.

Me produce un efecto extraño la repetición de la palabra “muerta”. Como si de pronto una mano se metiera en mi pecho estrangulándolo desde adentro. Quizás es la pena de ver cómo la Tía Gali critica a Pelayo. No es la primera vez. Durante la entrevista, Pelayo me contó que, una noche, él se puso a llorar sobre una banca de la Plaza Brasil. La Tía Gali no le preguntó el motivo del llanto. Solo le pasó un vino en caja y citó unos versos que le sacaron una sonrisa. Pelayo le preguntó a la Tía Gali de quién eran esos versos y ella le contó la historia. La poeta se llamaba Clementina Suárez y había sido asesinada. Estaba en su propia casa, en la ciudad hondureña de Tegucigalpa, y alguien le dio una golpiza. Murió en el hospital dos días después sin recobrar el conocimiento. Tenía ochenta y nueve años. El crimen, como suele ocurrir en estos casos, nunca se esclareció.

El nombre de la ciudad y, aún más, el de la poeta, le sonaron ficticios a Pelayo, como sacados de un libro de Bolaño. Imaginó que Clementina Suárez debía ser la verdadera Cesárea Tinajero deLos detectives salvajes y vio su cuerpo inerte sobre los azulejos de un baño que tenían el diseño de un barco hundiéndose bajo el océano. Se abrazó al chaleco de la Tía Gali como si abrazara el cadáver de Clementina y esperó que el aroma que emanaba de su chaleco penetrara su nariz y de su nariz se propagara a su cerebro, a sus ojos y a sus manos. Quizás ello le ayudaría a escribir, por fin, un poema decente.

Y eso fue lo que intentó hacer esa misma noche. Se limpió las lágrimas, tomó el cuaderno y la pluma fuente que había robado en una Lápiz López, y escribió unos versos sobre una gran ballena, que cuidaba a un caballito de mar que no sabía nadar. Usó metáforas, personificaciones o prosopopeyas y hasta sinécdoques –aun cuando ni siquiera sabía lo que era una sinécdoque– y, a la mañana siguiente, se lo mostró a la Tía Gali.

Ella sacó una cerveza caliente de uno de sus bolsillos, le dio un sorbo, leyó las primeras líneas y entornó los ojos hacia arriba. Luego, tomó el papel amarillento sobre el que Pelayo había plasmado con tanto esfuerzo aquellas palabras durante toda la noche y que le habían salido, de a goteos, como los susurros de alguien que agoniza; y se limpió la espuma de la boca con él. Acto seguido, lo guardó en su bolsillo, arrugado, babeado, solo y recitó otros versos, esta vez no de Clementina, sino del poeta peruano Mario Montalbetti en la que el hablante lírico se recrimina a sí mismo diciendo: “Di algo visceral de una buena vez”. Después de escucharlos, Pelayo no pudo dormir por varias noches.

Cuando ya casi amanece y el alcohol se ha acabado, la Tía Gali se nos acerca con un cuchillo y una lata de cerveza.

—Tu poesía es esto, cabro —le dice a Pelayo atravesando la lata de cerveza con el cuchillo.

Ninguno responde. Una ráfaga de viento helado me golpea el rostro y de repente me doy cuenta de que la Tía Gali sufre una especie de metamorfosis. Sus arrugas de la frente se agrandan tanto que parece que se pudieran ver pedazos de su materia encefálica. Los hoyuelos de sus dientes parecen alargarse, como si fuesen colmillos de vampiro hechos de nada. Y su figura crece tanto que la imagino como un enorme pez a punto de devorarnos.

—¿Quieres saber qué es poesía? —la Tía Gali saca el cuchillo de la lata y extiende su dedo del medio como si nos estuviera insultando. —Esto es poesía —dice— y se lo atraviesa con el cuchillo de lado a lado.

Caravana

SIGUIENTE PARADA

Marcia Lorena García Ramírez, “La Tía Gali” (Iquique, 1948)